En Colombia, principalmente en la Costa, ni las madres se salvan de los
apodos. Los hay jocosos, vulgares o geniales. Va aquí una muestra.
Lucero espiritual no es solo el nombre de un clásico del vallenato. Así le dicen al alcalde de un municipio de Córdoba que rara vez se aparece por su despacho,pues quién sabe dónde se esconde en este mundo historial. En ese mismo lugar vive el Firma cara, un señor que cobra entre $5000 y $15.000 por escribir su nombre para autenticar un documento.
Muy cerca de allí, el Abarca encajá sesiona en el concejo de uno de los pueblos que comienza por Ch, él es un hombre bien vestido, que de no ser por su calzado luciría elegante, con camisa y pantalón de marca. Cuando se le ven los pies, orgulloso de sus antepasados, se le asoma un par de abarcas tres puntá, con las que anda por todos lados.
Ellos cuentan con suerte. En sus pueblos y los alrededores muchos saben cómo se llaman, por lo menos han visto sus nombres en el tarjetón el día de la elección o en un acta de grado autenticada. Pero hay personas que tienen los dos nombres y los dos apellidos de adorno, pareciera que se hubieran quedado olvidados en la voz del cura que los pronunció ante la pila bautismal. Solo los usan para firmar documentos, pedir citas médicas o en la lápida, cuando se mueren (si no terminan siendo N.N.), pues son popularmente conocidos por sus apodos.
Y no es mentira, cuando algunos leen los carteles funerales, en medio de la compasión por el muerto, exclaman: "Ay, niña, y hasta tenía un nombre bonito, ¿de dónde sacaron eso del Yuya?". También están quienes en vez de heredar fortuna, heredan, en compañía con el resto de la descendencia, un sobrenombre que conservan hasta la sepultura, así surgen los Pepitos, cuyo papá era conocido como el Pepo por haber sido gordito; los Bombillos, porque la cabeza del clan, el Bombillo, manejaba un Jeep Willy y se levantaba de madrugada a recoger pasajeros en su carro cuando todavía no salía la luz del sol y ni qué decir del Papito, hijo del Papi.
Pero esos no son los únicos apodos que vienen de la casa. Están, además, los que, desde chiquitos, y por andar de 'mamitiados', les empiezan a decir la Nenita, la Beba, el Niño. Ni qué hablar de aquellos que no tienen explicación lógica, como el Chindo, que surgen un día y ahí se quedaron, nadie, ni ellos mismos saben el por qué. A algunos les avergüenza que los llamen así fuera de la casa, otros simplemente terminan acostumbrándose. Se casan, tienen hijos, llegan a viejos y siguen siendo el Nene.
Para algunos es mejor que les pongan sobrenombres de cariño a que por mera apariencia, porque Dios los hizo como son o porque les ocurrió un accidente que los dejó marcado de por vida (en el cuerpo y en el nombre), la gente los compare con animales y empiecen a ser llamados como el Chivo (tiene la cara algo ovalada, y los diente más grandes que el promedio), el Mica (es la muestra más fehaciente de que el ser humano evolucionó del mono, pero a este pobre, además de compararlo con un animal, sus amigos terminaron rematándolo con el sustantivo en femenino). Ni qué decir de la Hormiga culona y el Nalga e' yegua (por sus prominentes traseros), la Pelo de noni (una mona churrusca que se hacía moñitos que parecían nonis maduros).
Nadie tiene la culpa de estas características que también les valen los títulos de: el Pulla nube (un tipo alto y flaco), el Cachete e' papa (como los de Kiko en el Chavo del 8), el Boquita e' chupo, el Chapita o Bugs Bunny (por dientón), Nariz de puerco y la Cuerpo extraño. No falta la Quinto frente, porque tiene más frente que las Farc; el Punto y coma, porque camina cojeando y el Canca, un moreno alto y acuerpado que a vista de sus compañeros de primaria era un 'cancamán' o más bien un 'macancán'. Están también los apodos que son antítesis de la persona. Así es que el Holandés, en lugar de ser alto, rubio y de ojo claros, es un negro bajito que de vaina habla español. Hay quienes le sacan provecho a la situación, como el Divino, que al ser interrogado por el por qué de su apodo, antes de soltar una carajada, dice: "No ves que soy un bollo". Las actuaciones o frases célebres también son orígenes de los apodos, como un niño que a corta edad vio pasar un avión y cometió el error de pensar en voz alta: "Ey, ese avión va peando humo", y se quedó como el Peahumo. Y el Olfatea, que por andar de chismoso, fue pillado tratando de oler el pelo de una mujer.
No se pueden olvidar los más famosos de la literatura cordobesa: el Flecha y el Pachanga, el par de loriqueros de los cuentos de David Sánchez Juliao, cuyos apodos le dieron la vuelta al mundo.
Ellos cuentan con suerte. En sus pueblos y los alrededores muchos saben cómo se llaman, por lo menos han visto sus nombres en el tarjetón el día de la elección o en un acta de grado autenticada. Pero hay personas que tienen los dos nombres y los dos apellidos de adorno, pareciera que se hubieran quedado olvidados en la voz del cura que los pronunció ante la pila bautismal. Solo los usan para firmar documentos, pedir citas médicas o en la lápida, cuando se mueren (si no terminan siendo N.N.), pues son popularmente conocidos por sus apodos.
Y no es mentira, cuando algunos leen los carteles funerales, en medio de la compasión por el muerto, exclaman: "Ay, niña, y hasta tenía un nombre bonito, ¿de dónde sacaron eso del Yuya?". También están quienes en vez de heredar fortuna, heredan, en compañía con el resto de la descendencia, un sobrenombre que conservan hasta la sepultura, así surgen los Pepitos, cuyo papá era conocido como el Pepo por haber sido gordito; los Bombillos, porque la cabeza del clan, el Bombillo, manejaba un Jeep Willy y se levantaba de madrugada a recoger pasajeros en su carro cuando todavía no salía la luz del sol y ni qué decir del Papito, hijo del Papi.
Pero esos no son los únicos apodos que vienen de la casa. Están, además, los que, desde chiquitos, y por andar de 'mamitiados', les empiezan a decir la Nenita, la Beba, el Niño. Ni qué hablar de aquellos que no tienen explicación lógica, como el Chindo, que surgen un día y ahí se quedaron, nadie, ni ellos mismos saben el por qué. A algunos les avergüenza que los llamen así fuera de la casa, otros simplemente terminan acostumbrándose. Se casan, tienen hijos, llegan a viejos y siguen siendo el Nene.
Para algunos es mejor que les pongan sobrenombres de cariño a que por mera apariencia, porque Dios los hizo como son o porque les ocurrió un accidente que los dejó marcado de por vida (en el cuerpo y en el nombre), la gente los compare con animales y empiecen a ser llamados como el Chivo (tiene la cara algo ovalada, y los diente más grandes que el promedio), el Mica (es la muestra más fehaciente de que el ser humano evolucionó del mono, pero a este pobre, además de compararlo con un animal, sus amigos terminaron rematándolo con el sustantivo en femenino). Ni qué decir de la Hormiga culona y el Nalga e' yegua (por sus prominentes traseros), la Pelo de noni (una mona churrusca que se hacía moñitos que parecían nonis maduros).
Nadie tiene la culpa de estas características que también les valen los títulos de: el Pulla nube (un tipo alto y flaco), el Cachete e' papa (como los de Kiko en el Chavo del 8), el Boquita e' chupo, el Chapita o Bugs Bunny (por dientón), Nariz de puerco y la Cuerpo extraño. No falta la Quinto frente, porque tiene más frente que las Farc; el Punto y coma, porque camina cojeando y el Canca, un moreno alto y acuerpado que a vista de sus compañeros de primaria era un 'cancamán' o más bien un 'macancán'. Están también los apodos que son antítesis de la persona. Así es que el Holandés, en lugar de ser alto, rubio y de ojo claros, es un negro bajito que de vaina habla español. Hay quienes le sacan provecho a la situación, como el Divino, que al ser interrogado por el por qué de su apodo, antes de soltar una carajada, dice: "No ves que soy un bollo". Las actuaciones o frases célebres también son orígenes de los apodos, como un niño que a corta edad vio pasar un avión y cometió el error de pensar en voz alta: "Ey, ese avión va peando humo", y se quedó como el Peahumo. Y el Olfatea, que por andar de chismoso, fue pillado tratando de oler el pelo de una mujer.
No se pueden olvidar los más famosos de la literatura cordobesa: el Flecha y el Pachanga, el par de loriqueros de los cuentos de David Sánchez Juliao, cuyos apodos le dieron la vuelta al mundo.
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