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A 7 euros

Es verano en Turquía. Luego de un corto trayecto en tranvía me detengo ante una de las 22 puertas de entrada del Gran Bazar de Estambul, una edificación de 45.000 metros cuadrados. Han pasado más de 600 años desde que el sultán Mehmed II expulsara a los romanos de la vieja Constantinopla y mandara a levantar la primera versión de esta construcción. Corría el siglo XV y quería erigir en la ciudad un mercado dedicado a la venta de textiles que pronto, y con la apertura al comercio de oro, plata y otros metales preciosos, se convertiría en el centro económico del naciente Imperio Otomano.



Hoy, este sitio que se conoce como la primera referencia de los centros comerciales en el mundo, cuenta con 3.600 tiendas y es recorrido a diario por más de 200.000 visitantes, un número que supera, por ejemplo, al de toda la población del municipio de Chía (Cundinamarca). Pero hay suficiente espacio para todos y no hay riesgo de que la multitud arrastre a nadie.

Cuando camino por su interior noto que no hay una disposición especial para los locales. Como me explica Birdal Oymak, un guía certificado de la capital turca que habla español con fluidez, cada comerciante se va adaptando a las tendencias y vende lo que pueda ser más rentable. Entonces, simplemente hay que dejarse llevar por la intuición y por el olfato.

Reccorrer el Bazar es como adentrarse en una ciudad bajo techo, en la que el olor de las afamadas especias turcas se mezclan con el de los tés de manzana que pasan en un bandeja colgante y que brindan en esas tiendas en las que saben que algo vas a comprar. Huele también a tela nueva y a cuero, porque en este sitio se consiguen zapatos, carteras y billeteras de imitación AAA de las más grandes marcas de moda.

Muchos turistas vienen aquí de compras y son cautivados por la belleza de las joyas que se exhiben en las tiendas. Este espacio es un festín para la vista. Basta con levantar la mirada para apreciar su imponente arquitectura. Gran parte del techo está pintado con coloridos diseños, algunos ya desteñidos por el paso de los años, y los tragaluces dan claridad a los pasillos. Por un momento siento que estoy en un centro de culto religioso.

A pesar de los múltiples incendios y terremotos que han afectado su estructura, el Gran Bazar pareciera conservarse intacto en el tiempo, porque siempre ha sido restaurado y reconstruido muy rápidamente. El último de los desastres data de hace más de un siglo y después de este se le dio la distribución actual.

Un “Hola, ¿cómo estás?”, así, en español, me obliga a bajar la mirada nuevamente y me conecta con el bullicio del lugar. Los vendedores turcos del Bazar son muy hábiles y más valientes que Kemal Atatürk. La mayoría sabe más de cuatro idiomas y conoce las técnicas para interesar a los posibles compradores. Los que venden joyas, me dice Birdal, saben más lenguas, para poder crear empatía con sus clientes en su propio lenguaje. Entre más valioso es el producto, más entrenados los vendedores. Y con ellos comenzará el gran ritual del Gran Bazar, el regateo. “Al negociar, los turcos entran en un éxtasis psicológico, porque cuando las personas compran algo por un valor inferior al que creen que valen, se ponen felices. Es como tener la victoria en una guerra, se gana una gran alegría”, dice Birdal.

Yo no vine a comprar nada. Al menos eso pensaba. Pero en pocos segundos estoy practicando con un dependiente el arte de regatear. Vi una billetera de cuero de Hermès –es una imitación, en realidad; una increíble imitación– y quiero llevarla conmigo. Que me perdonen los de esta casa de lujo francesa, pero la copia que está aquí exhibida tiene unas terminaciones de primera, obvio, dice “made in Turkey”. Y, como no tengo los 2.000 euros que cuesta una original, pues esta quizá sí pueda comprarla. “50 euros”, me avisa el vendedor con sus penetrantes ojos turcos. Yo le hago un gesto de escepticismo con mi entrenada mirada costeña. Regateamos un poco. Al final levanto los hombros y me voy; no tengo el dinero suficiente. Doy unos cuantos pasos fuera del local y el hombre me alcanza: “No te vayas. ¡20 euros!”. Yo le respondo, sinceramente, que lo siento. Me queda muy poca plata. Le explico y le muestro: “Solo tengo 7 euros”. Él me mira sorprendido y responde: “Bueno, 7 euros, entonces”. Mis ojos se iluminan. Me siento realizada. Y no es solo por la compra. Justo en ese momento entiendo que para completar mi estadía en el Gran Bazar tenía que vivir el arte de regatear. Esa es la esencia del lugar, la compra y la venta, cuánto tienes, te lo llevas. Por eso este espacio se mantiene en pie después de seis siglos. Ser negociante es algo que los turcos se han transmitido de generación en generación y mientras la cultura del negocio viva, este seguirá siendo su templo. ¡Siete euros! ¿Lo pueden creer? La suma no importa, lo que vale es la experiencia.

Por María Andrea Solano Behaine
*Publicado en la edición especial 'Turquía, el peso de la historia', de Revista Semana.

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