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Perdidos en el Amazonas




Empezaba a oscurecer y don Ángel no aparecía. La zozobra de saber que podíamos pasar la noche ahí hacía mella en nuestras mentes. Nadie iba preparado, ni siquiera llevábamos agua, aunque ahí había por todos lados. Mi mayor temor era dormir y no despertar, pero sobre todo que mis padres —tan lejos, a pesar de estar en el mismo país—se enteraran de mi desaparición cuando ya estuviera en el estómago de un jaguar.


Éramos cinco. Habíamos salido de Puerto Nariño sobre las 2:30 p. m., guiados por Lilia hacia Santa Clara, un resguardo indígena a orillas de Lagos de Tarapoto, en la Amazonía colombiana. Eran casi las tres y la tarea iba a ser sencilla: adentrarnos unos cuantos metros en la selva hasta el sitio en el que tres días después sembraríamos un árbol como símbolo de restauración y protección de esta parte del planeta. Serían solo 10 minutos para volver a tomar camino hacia Leticia por el río Amazonas.


En Santa Clara nos recibió don Ángel, un indígena ticuna ya de edad, con problemas en la vista y un español poco fluido. Nos mostró el resguardo, nos enseñó que las casas las construyen elevadas porque ahí, a orillas del lago, cuando la lluvia llega, el agua sube. Y, ayudado por Lilia, nos habló sobre cómo en su comunidad han sembrado 12.000 árboles nativos que producen frutos para los peces y consumo humano, en un proceso de restauración del primer humedal Ramsar declarado en la Amazonía colombiana.


Tras 10 minutos de habernos internado en la selva no encontrábamos aún el sitio de la siembra. Tampoco pasó a los 30 ni a los 40. Don Ángel, que era nuestro guía en ese mundo desconocido, se alejó con su machete hasta que no lo volvimos a ver ni a escuchar. Lilia trató de tomar su lugar, pero su rostro y su voz demostraban que estaba aún más perdida que nosotros y que, a pesar de pertenecer a una comunidad de la región y de haber visitado ese lugar con frecuencia, no sería ella quien nos sacaría de ese matorral.


Caminamos. Lilia trataba de alejarse como para ver si descubría un camino... pero ahí no había camino. Era un árbol tras otro; los rayos de luz que nos entraban eran escasos por la frondosidad de la madre naturaleza y el temor de que nos cogiera ahí la noche iba aumentando en la misma medida en que avanzaban los minutos.


El instinto de supervivencia pudo más que el susto y los celulares aún con carga podían mostrarnos el camino. Recordé, entonces, que en el lago habíamos visto gente pescando y como alivio dije: si nos agarra la noche por aquí, pues tratemos de llegar a la orilla, que alguien nos saca mañana de esta. ¿Cómo?, el rumbo nos los marcaría Google Maps. Es cierto que no teníamos señal, pero el GPS de los teléfonos sigue funcionando a pesar de eso.


Tratamos de seguir en línea recta hacia donde Google Maps nos decía que estaba la orilla del lago. Era casi imposible. La selva no es un cultivo de matas alineadas y, al encontrarnos a la orilla de un humedal, la tierra puede ser fangosa en algunas partes. El agua (cuando podíamos atravesarla) nos llegaba por encima de la rodilla.


La comezón en las piernas era insoportable. Yo, que le tengo fobia a las culebras, trataba de no pensar en que en cualquier momento podíamos pisar una anaconda y terminar allí, como en las películas.


El reloj seguía avanzando y no teníamos nada —¡nada!—que pudiera protegernos de la noche, de un animal que nos saltara desde cualquier mata o se nos apareciera de repente con los ojos brillantes buscando algo de comida. Seguimos caminando hacia lo que creíamos que era la orilla. Cada vez con más prisa, cada vez con más susto.


Y, de repente, apareció don Ángel con su machete, como si nada, queriendo guiarnos nuevamente hacia el sitio en el que, decía, sembraríamos el árbol. Pero ya estábamos un poco incrédulos y preferimos seguir el rumbo que nos marcaba Google Maps. Lo logramos. La primera alegría fue ver un patillal y, de inmediato, la orilla del lago; la segunda, oír la sirena de la lancha del Instituto Sinchi que nos había transportado hasta allí.


Wilson, el lanchero, estaba pálido de la preocupación. En sus 25 años de navegar por los ríos de la Amazonía, cuando le decían: en 10 minutos estamos aquí, la gente estaba ahí a los 10 minutos. Nos contó que era la quinta vez que sonaba la sirena porque ya sospechaba que algo estaba pasando y que —pensó—el sonido podría orientarnos hacia él.



Eran casi las 6:00 p. m. y ahora la travesía sería por el Amazonas hacia el oriente en medio de la noche y de una restricción que no permite el tráfico de embarcaciones por esa cuenca después de las 5:00. Dejamos a Lilia en Puerto Nariño y llegamos a Leticia sobre las 9:00, pero esa es otra historia.

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